Por Carlos Ernesto Alonso Beltrán
En México la repartición de la pobreza parece ser la
única entrega democrática. La administración pública resuelve los problemas
triviales del interés general, respecto a quién darle más y a quién menos,
mediante la cómoda decisión de no darle nada a nadie fuera de su esfera. Para
entenderlo más claramente, a continuación muestro algunos datos.
Según la última Encuesta Nacional de
Ingreso y Gasto en los Hogares realizada por el INEGI, publicada el día 16 de
julio de 2013, el ingreso promedio de
los hogares más pobres del país es de $38, 125 al trimestre. Mientras que el de
los más acaudalados corresponde a $133, 003 en el mismo periodo.
Con una duda razonable respecto a la poca
correspondencia de las anteriores cifras con la realidad cotidiana, la encuesta
continua mostrando que en cada uno de estos hogares el gasto más fuerte es
realizado en alimentos. Siendo que en los menos favorecidos, se destina un
aproximado del 50% del ingreso total. Mientras que en el polo opuesto es de
apenas el 20%. Esto determina la manera en que el ingreso sobrante se reparte
en las demás áreas como educación y esparcimiento, cuidado de la salud,
vivienda, etc.
De lo expuesto arriba se entiende el
porqué de la marginación de los sectores con el ingreso menor. Pues esta
dinámica, lejos de favorecer a su integración, fomenta una lógica de
sobrevivencia en la que las familias deben atender a las necesidades básicas.
Dejando fuera o rezagadas las actividades del desarrollo cultural, intelectual
y político. Separando cada vez más las esferas económicas que, como realidades
distintas sólo se encuentran relacionadas por una suerte de contexto nacional.
En atención a esto, corresponde al Estado
la aminoración de las disparidades y el fomento de una sociedad en condiciones
más homogéneas. Es así que la misma Constitución en su Artículo 26 contempla
que la democratización política, social y cultural de la nación es resultado
del desarrollo económico equitativo; sustentado en una planeación democrática
en la que intervengan los diversos sectores sociales.
Se debe entender entonces que el
desarrollo nacional se fija sobre dos vías esenciales que interactúan profundamente:
la democrática y la económica. En donde el éxito de una es imposible sin la
realización de la otra.
Resulta curioso contemplar estas
aspiraciones axiológicas cuando se confrontan con las decisiones políticas que
se toman en el gobierno. Las cuales de manera sistemática se enfocan en la
exclusión de la ciudadanía y el empobrecimiento de la misma. Insertando, sin
mayor justificación que el “así se decidió”, a la llamada clase política en las
esferas económicas de mayor ingreso, y creando elites cuya función es asegurar
la perpetuidad del apellido y acaparamiento de los beneficios. Mientras los
más, se limitan a la contemplación de una condición negada.
El ejemplo más claro se encuentra en el
reciente escándalo que se generó tras la reforma a la Ley Orgánica del Poder
Judicial de la Federación, con la cual se facultaba a la Comisión de
Administración del Tribunal Electoral a determinar discrecionalmente el haber
de retiro de los Magistrados de la Sala Superior. Asegurándose una cuantiosa
suma de manera vitalicia.
Esta situación resulta, más que irónica,
una sínica exposición de lo que uno de los principales garantes de la democracia
en el país, hace para fomentar un régimen democrático en condiciones de equidad
con apego a lo dispuesto por la Constitución.
No obstante que los Magistrados, en un
gesto de ética obligada, rechazaron el cobro de esa pensión, y su derogación se
encuentra ahora en el Congreso, los sueldos de estos y toda una generación de
viejos y nuevos funcionarios y políticos, continúan rebasando los límites de lo
justificable. Mientras que el ingreso de más de la mitad de la población apenas
es suficiente para satisfacer las necesidades básicas del vivir, y en muchas
ocasiones, ni siquiera eso.
La penosa realidad que aqueja a la
ciudadanía, es que las fronteras culturales trazadas por las condiciones
económicas, con las cuales se ve privada de una participación política y
democrática real, son alimentadas, no sólo por la lógica de un sistema
económico globalizado, sino también, por los representantes públicos encargados
de eliminarlas.
Es claro que para disminuir la extrema
pobreza, es necesario disminuir la extrema riqueza, y que eso no se generará
con la simple mengua en los sueldos de quienes ocupan un cargo público.
Principalmente por la complicada tarea de establecer los montos que resultaran
adecuados para quienes desempeñan tales funciones. Pero si son ellos los
obligados a fomentar ese bienestar general, resulta sensato hacer exigible que
a partir de ellos se inicie una serena equidad, y no el despiadado arrebato del
que hoy es víctima la población.
@CarlosAloBelt
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