El Idiota que Mira el Dedo

Por Carlos Ernesto Alonso Beltrán


Dice la voz popular que cuando al idiota se le señala la luna, el idiota mira el dedo. Tal sabiduría rupestre y cotidiana, es, como la mayoría de los refranes mexicanos, una elocuente ironía de nuestra crisis.

Las diversas formas de presentar el discurso, son en su esencia, el resultado de cálculos premeditados que se orientan hacia un fin particular. Centrar la atención de quien nos escucha en un punto que puede ser el más interesante o el más irrelevante. Todo depende de nuestro grado de ingenio o perversión al emitir argumentos.
Meditando un poco rato respecto a lo anterior (y sin saber todavía cuál es mi grado de ingenio o perversión), lo que busco es compartir algunas ideas sueltas que han caído feroces e incomprensibles después de haber escuchado el discurso (ese sí, muy perverso) del Procurador General de la República, con el cual reafirma las teorías cinematográficas concernientes al, hasta hoy no resuelto, caso Ayotzinapa.
Muy contadas han sido las ocasiones en que un Procurador ha atendido de una manera tan directa y personal alguna investigación. Esto no significa que lo haga de una manera prudente o eficiente, pero si transmite un mensaje de importancia. El mensaje de lo incuestionable. Pues si dentro de la cadena de mando jerárquico, es el individuo más facultado quien de manera cercana supervisa el trabajo de los subordinados, las declaraciones por éste emitidas se recubren de un respaldo aparente.
Se crea con esto una barrera en la comunicación entre quien, con todo el poder de un aparato estatal, declara lo que le venga en gana, en contra de aquellos cuya única opción es cuestionar hasta el desgaste los argumentos del Estado.
No es difícil imaginar que de tal choque de fuerzas, el padre o la madre que no tienen más que la duda en sus labios, sean acallados por la imposición de un discurso sordo e indiferente. Dejando de esta manera en una posición de insolente necedad a quienes escépticos cuestionan las pruebas y argumentos. Sepultando bajo la voz de la arrogancia esas dudas que son el motor de su esperanza.
Cierto es que las declaraciones del Procurador sólo son una teoría del caso; la historia que a su leal saber será expuesta frente a un juez que, valorando lo que ha sus manos llegue, emitirá una sentencia que declarará culpable de algo a alguien. Sin embargo, cuando toda la fuerza del Estado se endereza y dirige hacia el fin específico de inventar la verdad. Las resoluciones judiciales de cualquier juez, son un simple trámite tendiente a avalar lo que la orden indique.
Este es el punto al que personalmente quería llegar. El de la instrumentación del Derecho como un discurso de exclusión. Una serie de actos formales que se resumen en una verdad judicial incuestionable. Una que, como toda verdad, es una excluyente de lo que a su luz no es, y por tanto condena a ser mentira lo que a ella se oponga.
De todo el universo de posibilidades; de una luna que flota parsimonia, el Derecho es utilizado como ese argumento que atrapa la vista hacia el dedo que la señala. Desapareciendo en lo inexplicable cualquier posibilidad que no quepa en la uña mal cortada del índice estirado de aquella mano derecha suspendida sobre el dolor de la injusticia.
No obstante los recursos procesales y los esfuerzos que una buena defensa de las victimas puedan realizar, los aparatos de Estado controlan la ley y con ella pretenden contralar la verdad.
Lo que me lleva al segundo problema, ¿Hasta dónde puede llegar el Derecho? Estoy seguro que el fin de su camino no es el de la sentencia en primera o segunda instancia, ni siquiera en la revisión o cuanto procedimiento exista. Pensarlo así sería una visión no sólo reduccionista, sino lamentable de quien lo haga. Seria seguir mirando impávido el dedo sin saber que existe la luna.
Pensar al Derecho como ese sistema de advertencias y sanciones es, sin duda, lo que ha soportado la fuerza del Estado.
Imaginemos por un momento la sentencia que cualquier juez emita sobre los hechos del 26 de septiembre de 2014. Pensemos que se ha declarado culpables a todos los detenidos y se ha reconocido la plena responsabilidad de quienes se esperaba fueran sancionados. ¿Es, acaso todo lo que podemos esperar?, ¿los clamores de justicia terminan en unas manos sobre las rejas?, si lo que se reprocha es el fracaso del Estado ¿el castigo de unos cuantos es el reflejo de dichas exigencias?
Pensemos entonces las obligaciones que cualquier Estado tiene respecto de sus ciudadanos, considerando la de protección de sus derechos como la más importante en el presente caso. Ésta, como una obligación activa que sujeta al poder público a movilizar sus estructuras en pro de los derechos de los ciudadanos, tendría que ser traducida en la seguridad de que actos como los de Iguala, Guerrero no sucedan jamás.
Entendiendo que mucho antes de pensar en castigos ejemplares o en la creación de verdades incuestionables, el Estado está obligado a crear todas las condiciones de bienestar que permitan que cualquier estudiante normalistas de la que sea su escuela,  no se vea orillado a soportar por sus propios medios la misma. Igualmente se obliga a vigilar y prevenir que los procesos democráticos no sean simulaciones electorales que lleven al poder a verdaderos delincuentes (en escala municipal o federal). En fin, el Derecho como una herramienta, no debe ser entendida como un arreglo de los resultados, sino como una prevención de los mismos.
Sin embargo dicha aspiración resulta bastante lejana o desesperanzadora, cuando se mira que la implementación de la ley está siempre determinada por los intereses personales de una elite económico-política que ha excluido la participación ciudadana del ejercicio del poder.
La falacia de la democracia se refleja sobre el llanto de los que siguen, incansables, la búsqueda de sus hijos.
Estas son algunas de las ideas que me han rondado después de cuatro meses sin los normalistas. Sin embargo la consigan es, y sigue siendo, mirar la luna. Es no renunciar y exigir justicia. ¡Vivos los queremos!

Carlos Ernesto Alonso Beltran
@CarlosAloBelt

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