Dice la voz popular que cuando al idiota se le señala
la luna, el idiota mira el dedo. Tal sabiduría rupestre y cotidiana, es, como
la mayoría de los refranes mexicanos, una elocuente ironía de nuestra crisis.
Las diversas formas de
presentar el discurso, son en su esencia, el resultado de cálculos premeditados
que se orientan hacia un fin particular. Centrar la atención de quien nos
escucha en un punto que puede ser el más interesante o el más irrelevante. Todo
depende de nuestro grado de ingenio o perversión al emitir argumentos.
Meditando un poco rato respecto a lo anterior (y sin
saber todavía cuál es mi grado de ingenio o perversión), lo que busco es
compartir algunas ideas sueltas que han caído feroces e incomprensibles después
de haber escuchado el discurso (ese sí, muy perverso) del Procurador General de
la República, con el cual reafirma las teorías cinematográficas concernientes
al, hasta hoy no resuelto, caso Ayotzinapa.
Muy contadas han sido las ocasiones en que un
Procurador ha atendido de una manera tan directa y personal alguna investigación.
Esto no significa que lo haga de una manera prudente o eficiente, pero si
transmite un mensaje de importancia. El mensaje de lo incuestionable. Pues si
dentro de la cadena de mando jerárquico, es el individuo más facultado quien de
manera cercana supervisa el trabajo de los subordinados, las declaraciones por
éste emitidas se recubren de un respaldo aparente.
Se crea con esto una barrera en la comunicación entre
quien, con todo el poder de un aparato estatal, declara lo que le venga en
gana, en contra de aquellos cuya única opción es cuestionar hasta el desgaste
los argumentos del Estado.
No es difícil imaginar que de tal choque de fuerzas,
el padre o la madre que no tienen más que la duda en sus labios, sean acallados
por la imposición de un discurso sordo e indiferente. Dejando de esta manera en
una posición de insolente necedad a quienes escépticos cuestionan las pruebas y
argumentos. Sepultando bajo la voz de la arrogancia esas dudas que son el motor
de su esperanza.
Cierto es que las declaraciones del Procurador sólo
son una teoría del caso; la historia que a su leal saber será expuesta frente a
un juez que, valorando lo que ha sus manos llegue, emitirá una sentencia que
declarará culpable de algo a alguien. Sin embargo, cuando toda la fuerza del
Estado se endereza y dirige hacia el fin específico de inventar la verdad. Las
resoluciones judiciales de cualquier juez, son un simple trámite tendiente a
avalar lo que la orden indique.
Este es el punto al que personalmente quería llegar.
El de la instrumentación del Derecho como un discurso de exclusión. Una serie
de actos formales que se resumen en una verdad judicial incuestionable. Una
que, como toda verdad, es una excluyente de lo que a su luz no es, y por tanto
condena a ser mentira lo que a ella se oponga.
De todo el universo de posibilidades; de una luna que
flota parsimonia, el Derecho es utilizado como ese argumento que atrapa la
vista hacia el dedo que la señala. Desapareciendo en lo inexplicable cualquier
posibilidad que no quepa en la uña mal cortada del índice estirado de aquella
mano derecha suspendida sobre el dolor de la injusticia.
No obstante los recursos procesales y los esfuerzos
que una buena defensa de las victimas puedan realizar, los aparatos de Estado
controlan la ley y con ella pretenden contralar la verdad.
Lo que me lleva al segundo problema, ¿Hasta dónde
puede llegar el Derecho? Estoy seguro que el fin de su camino no es el de la
sentencia en primera o segunda instancia, ni siquiera en la revisión o cuanto
procedimiento exista. Pensarlo así sería una visión no sólo reduccionista, sino
lamentable de quien lo haga. Seria seguir mirando impávido el dedo sin saber
que existe la luna.
Pensar al Derecho como ese sistema de advertencias y
sanciones es, sin duda, lo que ha soportado la fuerza del Estado.
Imaginemos por un momento la sentencia que cualquier
juez emita sobre los hechos del 26 de septiembre de 2014. Pensemos que se ha
declarado culpables a todos los detenidos y se ha reconocido la plena
responsabilidad de quienes se esperaba fueran sancionados. ¿Es, acaso todo lo
que podemos esperar?, ¿los clamores de justicia terminan en unas manos sobre
las rejas?, si lo que se reprocha es el fracaso del Estado ¿el castigo de unos
cuantos es el reflejo de dichas exigencias?
Pensemos entonces las obligaciones que cualquier
Estado tiene respecto de sus ciudadanos, considerando la de protección de sus
derechos como la más importante en el presente caso. Ésta, como una obligación
activa que sujeta al poder público a movilizar sus estructuras en pro de los
derechos de los ciudadanos, tendría que ser traducida en la seguridad de que
actos como los de Iguala, Guerrero no sucedan jamás.
Entendiendo que mucho antes de pensar en castigos
ejemplares o en la creación de verdades incuestionables, el Estado está
obligado a crear todas las condiciones de bienestar que permitan que cualquier
estudiante normalistas de la que sea su escuela, no se vea orillado a soportar por sus propios
medios la misma. Igualmente se obliga a vigilar y prevenir que los procesos
democráticos no sean simulaciones electorales que lleven al poder a verdaderos
delincuentes (en escala municipal o federal). En fin, el Derecho como una
herramienta, no debe ser entendida como un arreglo de los resultados, sino como
una prevención de los mismos.
Sin embargo dicha aspiración resulta bastante lejana
o desesperanzadora, cuando se mira que la implementación de la ley está siempre
determinada por los intereses personales de una elite económico-política que ha
excluido la participación ciudadana del ejercicio del poder.
La falacia de la democracia se refleja sobre el
llanto de los que siguen, incansables, la búsqueda de sus hijos.
Estas son algunas de las ideas que me han rondado
después de cuatro meses sin los normalistas. Sin embargo la consigan es, y
sigue siendo, mirar la luna. Es no renunciar y exigir justicia. ¡Vivos los
queremos!
Carlos Ernesto Alonso Beltran
@CarlosAloBelt
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